Recuerdo muy bien aquella noche que dejó una huella imborrable en mi memoria. Desperté en medio de la oscuridad de mi cuarto, sin poder respirar, sintiendo mi pecho totalmente agitado, parecía que el corazón se me iba a salir; intenté gritar, pero no podía salir un solo sonido de mi garganta, sentía como si mi cabeza fuera a explotar, y no podía ni moverme.
Fue una noche en que realmente pensé que la muerte estaba cerca; mil ideas pasaron por mi mente en ese momento, e incluso recordé los relatos de mi abuelo cuando decía que las brujas se le sentaban en el pecho como queriéndolo ahogar. Fueron unos instantes que parecieron horas, y cuando al fin pude sentarme sobre la cama, estaba todo mi cuerpo bañado en sudor, como si hubiera tenido una lucha intensa o como si terminara mi clase de spinning del gimnasio. No sé cuanto tiempo paso, pero para mi pasó toda una eternidad.
Desperté a mi hermano que dormía en la cama junto a la mía, y entre dormido y despierto, sólo se burló diciéndome que tal vez había sido una pesadilla que no podía recordar. El temor no se disipaba, pero quizá el cansancio fue más fuerte, logrando al final conciliar de nuevo el sueño, pero pensando en lo extraña que había sido esa experiencia.
En la mañana seguía mi intranquilidad, pero a medida que pasaba el día disminuyó mi malestar, para lograr continuar con mis clases y llegar a la noche sin que pasara nada nuevo. Sin embargo, ya en la noche el temor a dormir apareció, pues pensaba que tal vez volvería a pasar una experiencia como la de la noche anterior. No dejaba de pensar en los relatos de brujas del abuelo, pero mi mente desechó rápidamente esa idea, más no pude dejar totalmente el temor que me dio despertar con aquella agitación en medio de la noche.

Todo sería sólo un incómodo recuerdo, si no fuera por lo que pasó unos días después estando en clase de química.
En medio de la tarde, cuando el tedio de la clase hace que parezca más larga que de costumbre, comencé a sentir como mi corazón comenzaba a latir un poco más fuerte, aumentaba segundo a segundo, y me di cuenta que algo raro sucedía con mi cuerpo (y tal vez con mi mente). La respiración se me agitaba, sentí como si no pudiera respirar, e igual que aquella noche pasada, sentí una presión sobre mi pecho que esta vez me hizo pensar en un infarto, y realmente me fui llenando de más temor; no pensé que mis piernas me respondieran, pero me levanté rápidamente y salí para buscar ayuda en la enfermería de la universidad. Corrí por varios corredores, y veía como el piso parecía ceder ante cada paso que daba, hasta que por fin pude llegar a buscar ayuda. El médico me recibió, me acostó en la camilla y decidió que mejor me llevarían a un centro de urgencias, puesto que parecía un inminente ataque al corazón.
Pero al ser atendido por el personal de urgencias, y después de un rato en observación, cuál no sería mi sorpresa al escuchar las palabras de quien me atendía, puesto que sólo dijo que no era nada, que yo no tenía ningún inicio de infarto, y que tal vez era el resultado de alguna droga o del estrés del estudio, ya que estaba próximo el fin de semestre.
Pensé que estaba enloqueciendo, y que si no había algo físico funcionando mal en mí, entonces mi mente era la que se estaba perdiendo. Tal vez la locura sería mi destino, y un hospital psiquiátrico, con medicación y pérdida del juicio sería mi futuro. Comencé a temer cualquier salida sólo; buscaba siempre contar con alguien cerca, e incluso evitaba los supermercados o las multitudes del centro de la ciudad, porque si llegaba a perder la razón o a tener otro momento como el de aquella clase de química, quizá no podría resistirlo.
Hoy ya ha pasado algún tiempo desde esa primera noche de terror y desde aquella clase de química que tengo tan presente, aunque no haya aprendido mucho del tema de aquel día. Sólo he vuelto a tener una situación crítica como la de aquellos días, pero hoy puedo mirar con otros ojos aquel evento, y con menos temor a la muerte o la locura.
Pensando que podía llegar a enloquecer, conseguí una cita con una psicóloga que me recomendó mi mejor amiga. Llegué con toda la prevención y el temor a flor de piel, pero al relatar las situaciones que había vivido, ella comprendió que yo había pasado por lo que después me dijo que se llamaba un “ataque de pánico”. Yo nunca había escuchado en detalle lo que eso significaba, pero lo había experimentado en carne propia como una de las situaciones más terribles de mi vida, porque uno teme más aquello que no conoce.
Y descubrí que no soy el único ser en el mundo que ha tenido un encuentro con el pánico...
Puesto que muchas personas lo han experimentado sin saber qué es. Tal vez sea un asunto que ya está en mi familia, y quizá las brujas que visitaban a mi abuelo allá en su pueblo natal hayan sido sólo ataques de pánico en medio de la noche; eso no lo voy a saber nunca, y tal vez sea mejor dejar intactas las historias de familia, que hacen parte de nuestra herencia ancestral.
Lo que hoy si tengo claro, es que soy una persona normal, con las posibilidades de cualquier otro ser humano, pero que dentro de mí tengo algo que estoy tratando de vencer que se llama “trastorno de pánico”. Mi psicóloga me explicó que es “como una alarma interna que se dispara sin motivo, como sucede a veces con las alarmas de los automóviles…”, pero que nuestro cerebro interpreta como una señal verdadera, y por eso se siente esa activación del cuerpo, que al no poderse explicar, pareciera la llegada del momento de la muerte, o el riesgo a perder la razón y enloquecer.
Como el miedo a nuevas situaciones me estaba limitando para salir, comencé con una medicación recetada por el psiquiatra, apoyando así la tarea de la psicóloga. Ella me explicó qué pasaba dentro de mí, y la forma como mi cerebro podría estar reaccionando para que aparecieran esos incómodos síntomas. Hoy puedo mirar esas situaciones como algo lejano, sin dejar del todo el temor a volver a vivir una situación como aquellas pasadas, pero me tranquiliza conocer qué es lo que pasa conmigo, y estoy seguro que no sentiré lo mismo si llega un nuevo encuentro con “mi pánico”.

Y sin esperarlo, conocí el pánico...
Pero hoy puedo mostrarme a mi mismo que puedo vencer mis propios temores, reconociendo lo que me sucede y generando mis propios recursos para afrontar toda esa activación que parece no tener un origen específico. Ahora ya no tengo que tomar medicación, voy a las citas con la psicóloga una vez al mes, y creo que muy pronto podré mirar sin temores lo que he vivido; y al igual que mi abuelo venció las brujas que le visitaban en las noches, yo voy por mi camino sintiendo cada vez mayor fuerza para dejar mi pánico como una parte de mi historia.
Gabriel Jaime Ramírez Tobón
Psicólogo Especialista en Terapia Cognitiva
Especialista en Trabajo Social familiar